Igor Ahedo Gurrutxaga

Soziologia Politikoan lizentziaduna eta Zientzia Politikoetan doktorea da. Irakasle aritzen da EHUn. Trans-hirigintzan espezializatuta dago. Gai honetan, hainbat artikulu eta lankidetza zientifiko argitaratu ditu, nazioko eta nazioarteko aldizkarietan.

Biología de la empatía y microbiología del poder Del coronavirus al neoliberavirus

Desde hace bastante tiempo tengo una intuición a la hora de encarar mi disciplina, la Ciencia Política; intuición que con el paso del tiempo se está convirtiendo casi en una certeza: tenemos mucho que aprender de la biología. Y ello por varias razones.

Para empezar, porque el marco que tradicionalmente se nos ha vendido como “natural”, aquel según el cual el ser humano es competitivo, agresivo y egoísta, es tan falso como funcional al statu quo. Detenernos en nuestra configuración biológica asentada, como mamíferos que somos, en el cuidado, puede ser un antídoto con el que inmunizarnos en estos tiempos inciertos. Bien se sabe que quien domine la mente dominará el mundo, de forma que si asumimos como si fueran naturales comportamientos que realmente son sesgados, históricos y condicionados por un entorno manipulado, los poderosos, los beneficiados del dolor y el sufrimiento ajeno, serán absueltos en la misma medida en que los débiles, los nadie, reproduciremos una ley de la selva que no es ley en la naturaleza, pero si es selva en los mercados.

Precisamente, esta es una de las claves desde las que argumentaré cómo el neoliberalismo, más que una ideología o un programa de gobierno, funciona como el más eficaz de los virus: el que sin ser visto nos pudre las entrañas, precisamente por su capacidad de manifestarse como asintomático hasta que ya no hay remedio. Pero esta microbiología del poder, en la que me centraré más adelante, debe ser acompañada, para lograr una inmunidad efectiva, de la visualización de los anticuerpos que portamos como especie. Anticuerpos que anclan sus raíces en la biología de nuestra animalidad empática, y que sólo reconociéndolos podremos ponerlos al servicio de una inmunidad que como especie nos garantice un futuro más digno.

Biología de la empatía

Analizar la naturaleza debe partir de la consideración de partida de nuestra propia animalidad. Eso no es poco, ya que nos permite solventar el mayor de los males que la cultura Griega identificaba como causa de todas las desgracias: la hybris, el creernos dioses cuando no somos más que simples mortales en un mundo redondo, finito, con cuyo esquilmamento a través de actitudes depredadoras que beben de nuestra ficción de omnipotencia, estamos contribuyendo llevar al límite, al agotamiento y en consecuencia, a nuestra propia extinción como especie.

La debilidad como base de nuestra animalidad

Los animales, faltos de conciencia, ven su comportamiento condicionado por impulsos biológicos en forma de emociones que les llevan a acoplarse a medios naturales favorables y a huir de aquellos para los que no son adecuados. Eso explica que la mayor parte de los seres vivos se hayan especializado a un determinado ecosistema, en base a sus rasgos estructurales. Por el contrario, un buen jarro de agua fría a nuestra ficción de omnipotencia sería tomar conciencia de nuestra ineptitud constitutiva como especie. Si estamos donde estamos, en todo el planeta, no es porque seamos mejores que otros animales, sino precisamente por lo contrario, porque somos los peores; digamos que los más torpes en la escala evolutiva. Y es que, frente a las tentaciones de ser dioses, debemos subrayar que precisamente eso, la inadaptitud, la debilidad que nos convierte en el animal peor dotado la naturaleza, el animal que no destaca en nada (ni corremos bien, ni nadamos bien, ni trepamos bien), esa fragilidad constitutiva nos ha posibilitado, precisamente, ser un poco malos en todo. Es nuestra impotencia, nuestra falta de especialidad, nuestra ineptitud… lo que nos ha permitido adaptarnos, mal, pero adaptarnos al fin y al cabo, a todos los ecosistemas.

Analizarnos como animales débiles en el contexto actual nos permite ser más humildes para entender nuestra perplejidad al ver cómo un ser microscópico ha roto todas nuestras certezas y seguridades y nos ha expulsado de nuestro espacio natural por definición, que en el zoom politikon no puede ser otro que el público, la calle. De la misma forma, tomar conciencia de  nuestra debilidad es la base para recuperar uno de los elementos fundamentales que tenemos anclados en nuestro ADN, pero que otro tipo de virus, el neoliberavirus, ha atrofiado: los cuidados.

El cuidado como salida a la debilidad

Muchos de los elementos que hemos identificado en las primeras jornadas del confinamiento, cuando el espejismo de la omnipotencia se hacía cristales rotos, se pueden comprender desde la biología. Detrás de las miradas furtivas de complicidad que en los primeros días de reclusión nos lanzábamos con personas desconocidas, detrás de los aplausos espontáneos y del torrente empatía hacia quienes sufrían, detrás del encogimiento de corazón que suponía no saber cuándo podríamos abrazarnos, brotaba por los poros, eclosionaba, nuestra biología dormida. Como veremos, para el sistema y su virus más acabado, el neoliberavirus,  es necesario alimentar la leyenda negra de nuestra especie, porque ésta es funcional para el Leviatán que no gobierna más que los mercados, abstrayéndose de su responsabilidad para con la vida. Pero, a pesar de esta leyenda negra, en los momentos de crisis, nuestra biología emerge por los poros.

Por eso es importante subrayar que el sentimiento de empatía, el sentimiento de solidaridad que nos enorgulleció y sobre el que podemos cimentar la única salida al colapso, no es un espejismo momentáneo, sino que descansa en nuestra biología y neurología, impugnando desde nuestras células el mantra liberal de que la sociedad no existe. Y es que, por mucho que el neoliberavirus circule por nuestras entrañas, no podemos sustraernos de una biología inmune al individualismo. La búsqueda de cercanía, la mirada cómplice, el bostezar cuando otro u otra bosteza, el dolor que nos produce un golpe ajeno cuando lo vemos, la risa, la necesidad de reconocernos (re con naccere, volver a nacer con lo otro) en la mirada ajena, al vinculación afectiva, el amor… todos estos elementos no son espejismos momentáneos, sino que son expresiones que una misma realidad cuyo hilo conductor es nuestra humanidad.

Porque, hay que insistir hasta la extenuación, a pesar de que nos hacen creer que somos egoístas e individuales por naturaleza, nuestra especie llegó a donde estamos por su sociabilidad. Una sociabilidad, por ejemplo, que se asienta en una mente dotada de poderes mágicos: los de la vinculación a través de las neuronas espejo, que se descubrieron solo hace 20 años (es curioso que todo el mundo haya  oído hablar de la prima de riesgo y poca gente de estas neuronas). Ramachandran las llama las neuronas Gandhi, el fundamento de la civilización. Estas neuronas se nos activan cuando vemos los actos motores que hacen otras personas. Y de forma mágica, son las mismas que se activan en quien hace el acto. De esta forma, nuestra mente SIENTE (no metafísicamente, sino físicamente) aquello que está detrás de los actos del otro o la otra. Se trata, éste, de uno de los descubrimientos más importantes de la neurología en los últimos años, que establece un nexo entre lo individual y lo social que no es ni histórico, ni cultural ni económico, sino constitutivo de nuestra humanidad. En definitiva, las neuronas espejo unen fisiológicamente lo que la piel separa: si la otra persona ríe, la risa, como el bostezo, el dolor, la esperanza o la tristeza se contagia. No es magia, es neurología. Neurología, ciencia, que desmiente el mantra neoliberal de que somos individuos aislados. Somos red.

En este contexto, son las neuronas espejo las que se conectan día tras día desde los balcones, esta nueva piel que nos ha impuesto el virus al sacarnos de la calle. Son estas neuronas espejo las que explican los actos de solidaridad masivos, los memes del comienzo del confinamiento, los gestos de empatía discreta, las miradas cómplices, la ayuda mutua que ha estallado desde los primeros momentos de esta crisis. Y es que somos animales bondadosos, mamíferos asentados en el cuidado. Se nos ha hecho creer que venimos de chimpancés agresivos. Y es cierto. Pero se oculta que también venimos de los alegres y cachondos bonobos. Curiosamente, esta espacie, como las neuronas espejo, descubierta hace un par de décadas, también ha pasado desapercibida. Las alianzas de hembras a través de relaciones lésbicas que permiten una dominancia femenina y una resolución a través del sexo de los conflictos, igual que unas neuronas que dan la base biológica a nuestra sociabilidad, no encajan con el marco patriarcal, egoísta y competitivo que tan funcional es a la microbiología desde la que sobrevive el poder.

¿Ley de la selva o guerra de pobres?

Ahora bien, como De Waal también subraya, somos animales que hemos construido sociedades complejas en las que la capacidad de ponernos en el lugar de la otra persona, puede ser la base de lo peor. Esta capacidad de leer la mente también la usa el depredador que se busca enriquecer con el sufrimiento ajeno. O el Leviatán que se alimenta del miedo. Pero la empatía que sirve para ponerse en el lugar del otro o la otra para hacerle daño, también es la base de la simpatía que nos hizo humanos. Si la empatía es ponerte en el lugar ajeno, la simpatía es la capacidad de ponerse en el lugar de lo otro para hacer bien.

En estas fechas en las que el impacto ha pasado y la salida comienza a darse gradualmente, en la que los miedos se hacen carne, es interesante que la biología nos explique dónde descansa una de las claves que subyace a los comportamientos agresivos que empiezan a visualizarse de la mano de la vigilancia de los balcones, la desconfianza respecto de nuestra responsabilidad, el rechazo a las carreras de la infancia; agresividad y desconfianza que, a buen seguro, se acrecentará cuando, tras el primer impacto, los poderosos y ricos vengan a cobrarse su factura. Quizá si estamos preparados para el golpe, podamos esquivarlo mejor.

En este sentido, la biología evolutiva también nos explica por qué si uno de nuestros ancestros evolutivos es un cachondo bonobo que se dedica al sexo en vez de a hacer la guerra, el otro, el chimpancé común, efectivamente, puede ser agresivo, patriarcal y es, en definitiva, el espejo en el que la antropología de la maldad nos ha tratado de reflejar. Curiosamente, ambos, bonobos y chimpancés comunes fueron en su momento la misma especie. Sin embargo, un cataclismo provocó su separación en dos ecosistemas, provocando un aislamiento prolongado que bifurcó, con el paso del tiempo, dos desarrollos tan diferenciados como para generar dos especies. Pero la clave de esta evolución tan disímil no está en la genética, que era común y con la que compartimos un 98% de correspondencia los seres humanos, sino contextual, basada en el ambiente y concretamente en los recursos disponibles para cada especie.

Así, unos de ellos tuvieron que adaptarse a un ecosistema poco productivo, teniendo que pelear para acceder a una escasa alimentación, mientras que a otros, los bonobos, les tocó el Jardín del Edén de los recursos, pudiéndose dedicar al lema hippie de practicar el sexo porque la guerra no era necesaria con la tripa llena. Esta explicación etológica, según la cual seres que pueden vivir pacíficamente compiten entre sí e incluso se agreden aunque su naturaleza sea relativamente pacífica, subyace a la orden de no alimentar desde fuera a los animales en los zoos. La razón no es que les pueda sentar mal la comida, sino la incertidumbre que provoca una alimentación azarosa y no reglamentada. Si los animales saben que van a tener alimentación suficiente, la competencia se limitará. Si la alimentación depende del azar, lucharán.

Algo parecido sucede en otro tipo de experiencias más mundanas. Puedo garantizar que mi experiencia en la observación directa a esas pequeñas y sorprendentes criaturas que son los niños y niñas es más dilatada y productiva que los balbuceantes conocimientos del reino animal logrados a través de la distancia de un libro. Y después de tres hijos y decenas de cumpleaños tengo claro que el que una fiesta acabe en guerra o en paz depende, no de la antropología, sino de la gestión de la escasez. Así que, si en las fiestas infantiles se lanzan las txutxes al suelo, estas lindas criaturas pelearán a muerte (a veces con la ayuda de sus asintomáticos padres y madres) para tratar de conseguir el máximo de azúcar. Por el contrario, si lanzas bolsas de txutxes previamente preparadas e iguales, cada uno y cada una de las criaturas sabrá que le corresponde una, y quien acumula dos, o será para dársela a quien no la haya conseguido, o será claramente sancionado por el grupo.

Así, la biología nos explica que muchos de los componentes que asociamos con una supuesta “naturaleza” agresiva responden a contextos de escasez, que en nuestras sociedades de producción masiva, podrían ser evitados ya que tenemos recursos para garantizar un “buen vivir” a toda la humanidad. Y si la biología nos enseña que la abundancia es garantía de paz, la sociología y la economía nos enseña que la escasez es fermento de conflicto y competencia. Y como veremos, de la mano del neoliberavirus que corroe nuestro ADN empático, de guerra de pobres. Así que retengamos unos apuntes antes de profundizar en la microbiología del poder: somos una especie torpe y limitada que por su debilidad ha primado el cuidado. Especie en la que la gestión de la escasez (que no es otra cosa que la esencia de la política) es la clave de que nuestra sociabilidad mamífera derive en la utopía bonoba o en la distopía chimpancé.

Microbiología del poder

La biología, ahora más concretamente la microbiología, también aporta importantes recursos, en ese caso metafóricos, para comprendernos. Hemos visto cómo un ser microscópico, aparentemente insignificante, de origen incierto, logró saltar de un animal para alojarse en el cuerpo de un paciente cero, para, de la mano de la globalización, transmitirse por todo el planeta. Hemos visto cómo el mayor problema ha sido la minusvalorización del virus, la consideración de que “se quedaría en nada”. Ya era tarde cuando hemos comprendido que este virus manifiesta una tasa altísima de contagio y es peligroso, sobre todo, porque se transmite en situaciones asintomáticas, lo que le permite esconderse, ser invisible. No sabemos cómo actúa pero sabemos que afecta a la respiración. Se confunde con otras enfermedades como la gripe, lo que dificulta su diagnóstico, incrementando nuevamente su invisibilidad y peligrosidad. Se cree que puede afectar al cerebro, lo que explicaría la paradoja de que ciertos pacientes no sientan un descenso dramático en la saturación de oxígeno en la sangre, dificultando prever la posibilidad de que el aparente bienestar sea la antesala del colapso. Finalmente, su peligrosidad de ha acrecentado porque nuestras sociedades, simplemente, no estaban preparadas materialmente para soportar su virulencia concentrada en el tiempo

Durante siglos, las ideologías han sido motores colectivos de cambio social. Asentadas en principios dicotómicos, definían un horizonte utópico para superar un pasado a desterrar. Las ideologías, siempre, se han asentado en la proyección política de identidades previas, orientadas a la acción, de forma que toda ideología tenía su programa de actuación. Así, la identidad liberal bebe de la burguesía, la socialista de la clase obrera, la nacionalista de un pueblo, cada una de ellas con un proyecto propio. Digamos que este motor del cambio, del conflicto y de lucha, ha sido durante toda la modernidad tan visible y previsible como el más grande de los mamíferos.

El laboratorio de la distopia

Ahora bien, justo tras la II guerra mundial, cuando se apostaba por un pacto en la que la política pondría coto a la economía, con moderación, pero coto al fin y al cabo, un proyecto minoritario fue pergeñado por unos científicos de ideas delirantes y contradictorias en un laboratorio aislado en Mont Pelerin, en las montañas de Suiza. Como al coronavirus, nadie les dio importancia al comienzo. De forma que entre risas y miradas desdeñosas del público, de las masas y la clase política embarcada en la reconstrucción de Europa, estos visionarios de la distopía tuvieron libertad para diseñar una limitada pero muy poderosa red de apoyos a su estrategia distópica: un contra-ataque a los controles del estado a la economía y una reconfiguración del proyecto liberal que trascendiera cualquier límite a la puesta de la totalidad de la vida al servicio del mercado, su mercado.

Estos científicos locos aunaban monetaristas hipnotizados por la matemática y la estadística, que como Milton Friedman rechazaban cualquier tipo de lógica más allá de una relación causa efecto individual; ordo-liberales centroeuropeos como Röpke, traumatizados por la caída del imperio austrohúngaro y la desaparición del primer mercado global de la modernidad que sucumbía al control de los estados; y utopistas delirantes de la individualidad como Hayek, que apostaban por limitar cualquier restricción al beneficio de unos elegidos, considerando la existencia de desposeídos como un beneficioso incentivo para la lucha por la supervivencia, y los sistemas políticos como un mecanismo que se toleraría siempre que estuvieran al servicio del mercado y no a la inversa.

Esta pluralidad de locuras (que rompían con el sentido del liberalismo clásico y de todos los proyectos de la modernidad) impidió que de esos laboratorios surgiera un virus en forma de ideología fuerte, porque era imposible conjugar acercamientos socio-conservadores ordo-liberales, libertarios hayekianos y economicistas Fredmanianos. Tampoco salió un virus en forma de programa económico, ya que no existía consenso entre estos científicos locos sobre la mejor receta, al considerar unos que la clave era la gestión tecnocrática de la Escuela de Chicago que se experimentaría en Chile; otros la mínima justicia social de los modelos centro-europeos y nórdicos por la que apostarían los ordo-liberales, poniendo una pista de aterrizaje para la seducción a la socialdemocracia nórdica; otros el aplastamiento de las redes socio-políticas como se optaría en Gran Bretaña, Filipinas o los tigres asiáticos, siguiendo la utopía libertaria de Hayek. Además de por sus diferencia, la creación de una nueva ideología era desde sus postulados una aporía, ya que por definición, en el acercamiento neoliberal solo hay individuos. Es imposible lograr un nosotros, a no ser el de una elite de elegidos. Una elite que existe y se esconde tras el neoliberavirus para enriquecerse grotescamente, con la aquiescencia de una gran parte de la población que se dedica a sobrevivir en las cenizas de lo común. Pero vayamos por partes, para demostrar en primer lugar que lo importante en el neoliberalismo no es (solo) ni su ideología ni (solo) su programa económico.

Un virus que se esconde tras la ideología

Ciertamente, esa diabólica alquimia de contradicciones y aporías del laboratorio neoliberal de  Mont Pelerin destila con el tiempo y la ayuda inestimable de algunas elites empresariales la primera expresión ideológica vírica de la historia. Una amalgama difusa y volátil, cuya eficacia está en la invisibilidad de lo que no se muestra como ideología sino como naturaleza, técnica, matemática… y que cuando todo ello falla, puede simbiotizarse con la izquierda de la mano de la Tercera Vía, con la derecha de la mano del populismo xenófobo, incluso con el comunismo, como está aplicando fielmente la dirigencia neoliberal china a la que asesoró Friedman.

El neoliberalismo, pues, se manifiesta sutil y vaporosamente como una ideología vírica que no se ve, que se concreta en unos pocos preceptos de los que el más evidente y claro es el “no hay alternativa” (o el más cutre “es el mercado, amigos”) pero que cuando lo necesita, por arte de magia, se traviste con los ropajes de otras ideologías e incluso religiones (que simbiotiza y fagocita): sean nacionalistas, populistas o autoritarias; sean taoístas o evangelistas; sean, modo combo 2×1, una mezcla de ambas como en el caso de Bolsonaro en Brasil…

Por eso, cuando nos acercamos al neoliberalismo (solo) como ideología, encontramos más contradicciones que certezas, de lo que se sirve el virus para expandirse. Y es que, al igual que el coronavirus, uno de los grandes recursos del neoliberalismo para actuar con libertad es aprovechar su variedad u originalidad en la expresión sintomática. Una extremadamente variabilidad que lleva a confusiones en el diagnóstico, con consecuencias fatales. Ahora sabemos que una de las claves de la expansión del coronavirus fue que ya en febrero se escondía tras erróneos diagnósticos de gripe, impidiendo su identificación y facilitando su silenciosa expansión. De la misma forma, el neoliberalismo, como ideología virus, se extiende y enraíza si se le diagnostica erróneamente solo como ideología, porque ello impide observar con detalle hasta qué punto logra su objetivo oculto: conseguir que “el arte de gobierno neoliberal”, capilarice el alma. Escondido como (solo) ideología, se mete hasta las entrañas incluso en quienes nos definimos como progresistas (sí, tu quien lees y yo quien escribo… también estamos contaminados), porque convencidos de la inmunidad ideológica desprotegemos el alma, convirtiéndonos en involuntarios y asintomáticos contagiados y expansores inocentes del neoliberavirus. Luego volveremos sobre la asintomatología, que es otra clave de su éxito. Por ahora, profundicemos más en los síntomas.

En mi opinión, el error del análisis del neoliberalismo (solo) en términos ideológicos, la piedra de toque del diagnóstico erróneo del neoliberavirus como ideología… es que buscamos su expresión como individualismo atroz, de forma esto que nos impide ver cómo tras expresiones contradictorias con el individualismo como el comunitarismo y xenofobia de VOX, el abrazarse a la bandera de Trump o evitar el “coma económico” para salvar un país, subyace la misma lógica. Todos estos elementos que trascienden la imagen individualista no son más que ropajes discursivos y travestismo homeopático nacionalista que oculta lo que verdaderamente sucede en las entrañas: que, como veremos, más que una ideología que exalta la individualidad (o un programa económico de reducción estatal), el neoliberavirus solo es individualista o anti-estatal cuando esto ayuda a algo más importante que subyace a su ADN: externalizar los cuidados, privatizar la vida mientras que en nombre de falsas banderas, religiones o democracias o dictaduras, individualismos o comunitarismos, igual da, las únicas decisiones que se tomen, de forma contundente y clara, sean sobre cómo gestionar la economía y cómo poner la vida al servicio de esta.

Por eso, porque la clave genética del neoliberalismo está en tratar de lograr un nuevo arte de gobierno en todas las facetas de la vida, el neoliberalismo, como veremos, debe ser analizado en su práctica, y no en sus síntomas: y esta práctica se concreta en la conquista del alma para que se acepte que la política se pliegue al interés económico, mientras renuncia a intervenir en lo público, en lo común, dejando a la ciudadanía abandona a su suerte, pero recubierta de banderas que supuestamente la cobijan de su orfandad.

Un virus que se esconde tras el programa económico

Así pues, analizar el neoliberalismo (solo) como ideología confunde más que aclara, ya que se expresa con múltiples vestimentas que se ponen al servicio del ocultamiento de un proyecto más ambicioso que potenciar el individualismo. Una segunda forma de analizar el virus, si los síntomas internos (ideología como metáfora médica de la fiebre) no permiten un buen diagnóstico, es centrarnos en los externos, en lo visible. Así, si un médico preguntara a un enfermo de coronavirus por cómo se siente y este respondiera que fatigado y con dificultades para respirar y a ello se añadiera la existencia de síntomas internos (fiebre), parecería que lo más razonable es pensar que esta persona está infectada. De la misma forma, un economista diría que la expresión externa, sensible del neoliberalismo, sería la reducción del estado, lo que se concretaría en privatizaciones, recortes y desmantelamiento del estado de bienestar. Si a ello añadiéramos unas dosis de ideología individualista, parecería que el diagnóstico sería fiable: estamos ante un régimen neoliberal. Dicho de otra forma, según el análisis materialista y economicista del neoliberalismo, la clave para su identificación (o diagnóstico) es que estemos ante un programa económico asentado en una ortodoxia definida por los mercados, que se concrete en el control de la deuda, evitar el déficit y limitar el gasto público. En definitiva, si en el caso del coronavirus respirar mal puede ser síntoma de la enfermedad, en el neoliberalismo parecería que su síntoma económico sería una reducción significativa del estado.

Sin embargo, al igual que sucede con su acercamiento como ideología, creemos que es un diagnóstico erróneo el asociar el neoliberalismo (solo) con un programa económico que pretendidamente se concreta en privatizaciones materiales de lo público. Diagnosticar el neoliberalismo en base al programa (síntomas), lleva a nuevos atolladeros para reconocer al virus, ya que si lo que busca es reducir el estado… ¿cómo es eso compatible con que en ocasiones se recurra al estado para ponerlo al servicio de la economía, bien sea con control social férreo, como ocurre en Asia, bien sea con la suspensión de la democracia, como ocurrió en Chile y sucede ahora en parte de la Europa del este, bien sea, por qué no, renacionalizando empresas o inyectando billones en la economía como se proponía en Francia o EEUU? Si el programa es reducir estado, entonces estas políticas se presentan como no neoliberales.

Precisamente, esta cuestión es clave en las consecuencias letales derivadas de un diagnóstico externo en el coronavirus. Ciertamente, se ha visto que hay muchos casos de personas que han colapsado porque no se sentían fatigados, a pesar de tener una saturación de menos de 80 en la sangre (lo que es motivo de ingreso en UCI). Durante los primeros días de la pandemia, estas personas no fueron tratadas por un mal diagnóstico asociado a los síntomas externos. Ahora parece apuntarse a que el coronavirus, que en ocasiones afecta al cerebro de forma que este inhibe la alarma sintomática asociada a la pérdida de oxigeno, con lo que no se notan sus efectos hasta que es tarde. En consecuencia si al neoliberalismo no le pasamos el test PCR y nos limitamos a identificar sus síntomas externos, siguiendo el símil médico, podríamos llegar a la conclusión de que allá donde haya nacionalizaciones, rentas básicas de ingresos, o políticas estatales económicas, y encima se hable de pueblos inmemoriales, de culturas privilegiadas, de pueblos elegidos o lo que sea que se diga, no habría neoliberalismo. Podríamos incluso confiar en que detrás de las declaraciones de Sarkozy tras la crisis de 2008 en las que hablaba de la necesidad de “reformular el capitalismo”, había buenas y progresistas intenciones.

Más allá de los síntomas

En consecuencia, consideramos que analizar el neoliberalismo (solo) en base a la supuesta ortodoxia en la aplicación de un programa de reducción del estado es tan erróneo como analizar el coronavirus preguntando al paciente por cómo se siente. Lo es porque no es una bajada de oxígeno (que además puede no notarse) el objetivo del virus, sino un ataque masivo y mucho más brutal que se orienta al colapso de los pulmones. Dicho de otra forma, el programa neoliberal no busca (solo y necesariamente) acabar con las escuelas, empresas, sanidad públicas…, no. Lo que se busca es mucho más brutal: acabar literalmente con lo público entendido subjetivamente, como espacio y condición para la emergencia de lo común. Este es su proyecto. Esta es su esencia. Identificar esta estrategia que subyace a los ropajes ideológicos y económicos, dirigida a la reformulación en términos de mercado de la gestión de lo público en sentido amplio es el único test PCR válido para saber si un sistema está o no infectado. Por eso, a diferencia del coronavirus, si pasáramos PCR a nuestros actos (si, también mis y tus actos), instituciones (también las “nuestras”) y formas de gobernar(nos), veríamos que la tasa de infección es mucho más alta que la que esperamos.

Así que, aparentemente, como con el coronavirus, en el análisis del neoliberalismo deberíamos atender a las prioridades de la microbiología, cuya clave para luchar contra los virus no es tanto el análisis en los síntomas, como el saber cómo actúa, de qué está formado y sobre todo cuál es su objetivo real. Si en microbiología es necesario conocer qué busca el virus para saber cómo diferenciar si nos enfrentamos ante a una gripe común o ante un posible colapso respiratorio, a la hora de encarar al neoliberalismo deberíamos analizarlo microscópicamente, tratando de desentrañar su esencia. En definitiva, para encontrar vacuna, no debemos prestar atención (solo) a los síntomas. De la misma forma que en algunos casos la sintomatología del coronavirus puede ser fiebre, en otros falta de olfato, en otros falsa sensación de bienestar, en el neoliberavirus su programa (síntomas externos) se puede aplicar con la fuerza y brutalidad, como en Chile, en otros aprovechando una cultura comunitaria como en Asia, en otros el nacionalismo, como en nuestra tierra y estado. Debemos, en su dimensión interna, identificar qué fallas de nuestra genética (en este caso nuestra mente) aprovecha el virus para ser más eficaz, para que lo aceptemos. Para que a diferencia de los virus de la naturaleza, contra este no nos protejamos sino que nos lancemos a su abrazo. Solo así ya que así comprenderemos cómo el neoliberalismo se adapta a los cambios de ambiente no solo en el espacio, como acabamos de ver, sino en el tiempo, también, con una facilidad tremenda: así, puede esconderse en forma de sintomatología nacionalista ahora, tecnocrática ayer, populista liberal anteayer, científica en el pasado, natural en su esencia.

Con una estructura muy simple, el neoliberavirus pasa desapercibido colonizando otras ideologías, fluyendo a nuestra mente adaptándose a religiones, culturas políticas, épocas, con un objetivo muy simple: conseguir en el laboratorio social lo que no se puede en el de la naturaleza. Conseguir que nuestra esencia social y empática se guie por los principios que rigen la economía. Este es el ADN del virus: colonizar, con la lógica del mercado, la vida.

El asalto al alma: el gen egoísta

Como estamos viendo, con una estructura muy simple, el neoliberavirus pasa desapercibido colonizando otras ideas, cosmovisiones, fluyendo a nuestra mente adaptándose a religiones, culturas políticas, épocas. Lo hace ocultando su esencia detrás de ideologías y programas de gobierno confusos y contradictorios que le hacen pasar más desapercibido y le permiten ocultar en decenas de cortinas de humo su verdadero y más profundo objetivo.

Este despiste, este exitoso juego del gato y el ratón se observa, por ejemplo, en la popularidad la frase de Thatcher afirmando como lema neoliberal que “la sociedad no existe”. Esta frase se presenta como la síntesis de la interpretación mixta del neoliberalismo como ideología y/o como programa económico. Si esta es la esencia del neoliberalismo (y afirmamos que no lo es) hoy, apresuradamente, podríamos dar por muerta a la ideología y programa económico neoliberal. Podríamos sonreír cargados de auto-complaciencia y un punto de ironía alzando la imagen de Johnson saliendo de entre los muertos humillado mientras afirma que “la sociedad si existe”. Parecería justicia poética que nos permitiría tomarnos la revancha de la victoria a los progresistas…. si no fuera porque algo nos dice que ni ha sido ni será tan fácil. Que hay mucho que hacer. Y que algo va mal cuando vemos cómo las desconfianzas emergen con la desescalada, cuando observamos los primeros síntomas de mala leche que nos alejan del idílico mundo de los balcones. ¿Cómo entender esta siniestra sensación de saber que a pesar de que el fracaso ideológico y económico del neoliberalismo es evidente, ahora más que nunca en la historia, este parece resistirse, parece estar preparado, vigoroso, para un nuevo asalto para el que la izquierda está exhausta y casi si fuerzas para resistir tras el agotamiento de la crisis del 2008 y la frustración de ver cómo la rabia se convertía en xenofobia?

Quizá esta duda siniestra responde a la intuición de que nos enfrentamos a algo más profundo que una ideología o una forma de gestión de la economía. Efectivamente, la clave no está en lo que se recuerda de la afirmación de Thatcher, sino en lo que se ha olvidado. Algo que no ha cambiado ahora que Johnson reconoce que la sociedad “si existe”; porque en el fondo, la base del proyecto pergeñado por esos idealistas distópicos reunidos en 1947 en las montañas suizas no era transformar la economía, ni el estado, ni la mente, sino que, como explicitaría la Dama de Hierro, lo que verdaderamente buscaban era “cambiar el alma”. Para ella, la economía solo era “el método”. Por eso la esencia del neoliberalismo no está ni (solo) en una ideología, ni (solo) en un programa económico, sino (sobre todo) en un intento de transformar el alma humana (el objetivo) poniendo la vida a funcionar desde las claves de la economía (el método).

Esta transformación del alma, la clave, génesis, objetivo y distopía diseñada en laboratorio en 1947, es algo mucho más potente que un programa económico y mucho menos visible que una ideología. Es un proceso de construcción, a cincelazos suaves a veces, a martillazos otras, de un ethos antinatural que aprovechará las ansias de libertad de los 60 y 70 primero, el miedo y la guerra fría en los 80, la revolución de la información desde los 90, la crisis económica del 2008. Y que en un futuro no muy lejano, aprovechará la crisis climática, como advierte Carlos Taibo en su libro Colapso. Sin embargo, el impulso definitivo llega en los 80, y viene dado por las oportunidades que para su objetivo de transformar las almas les aporta la creciente emergencia del yo que facilitan las nuevas tecnologías de la información que implosionan con la gobalización. En ese momento, se puede preparar el salto definitivo, la revolución total: la conquista definitiva de las almas a través de un “arte de gobierno” en la que la vida, desde el mundo global a las personas, pasando por los estados, las ciudades, la educación y hasta la afectividad se regule por los principios de la economía, para ponerse al servicio de la ganancia de una minoría.

Insistimos, el neoliberavirus tiene un objetivo muy simple: conseguir en laboratorio social lo que no se puede en el de la naturaleza. Conseguir que nuestra naturaleza social y empática se guíe por los principios que rigen la economía, la agresividad, la competencia, la ley del más fuerte, por acción, pero también, y aquí está la clave de su extensión asintomática, por omisión. Todo ello para trascender nuestra naturaleza mamífera para reducir nuestra acción a una mera individualidad aislada guiada por los principios del gen egoísta.

De acuerdo con la biología (que como estamos viendo ayuda mucho a comprender lo político), los homínidos seguimos los parámetros de los mamíferos y compartimos sus rasgos: curiosidad, empatía y cuidado. En las especies mamíferas, el cuidado es la base de la supervivencia, la curiosidad la de la inteligencia, y el juego la mediación de ambas. Todos estos elementos subyacen a decenas de actos cotidianos, algunos de heroica originalidad, viveza, colorido y generosidad, como la obra del genio Zumeta que antes de dejarnos no se olvidó de regalarnos para la portada de este libro colectivo; genio a quien quisiera dedicar estas letras con todo mi corazón. Los mamíferos somos seres profundamente sociales, pero también amamos nuestra individualidad. Nuestra autonomía es fundamento de la curiosidad del sujeto. Así avanza el grupo. Como muestran las neuronas espejo, la mente une lo que la piel separa. Somos nosotros, y somos individualidad. Ambas dimensiones son dos caras de una moneda que no se pueden escindir, excepto en laboratorio.

Y es en este esfuerzo de laboratorio para transformar el alma, precisamente, donde invierte toda su energía el neoliberalismo. Por eso, para conquistar el alma, debieron empezar por transformar la forma de ver el mundo. Para ello, más eficaz que una vasta ideología, más sutil y eficaz era empezar con el recurso de la “ciencia”. Para definir el marco de forma “científica”. De forma irrefutable. De forma naturalizada. Ciertamente, ya habían abonado el camino. Para hacer que la sociedad no existiera rompieron la columna vertebral de los sindicatos ingleses, arrancaron los dedos a Víctor Jara o quebraron la ciudad de Nueva York. Pero conquistar el alma era otra cosa. Por eso, desde mediados de los 70, casi sin competencia, algunos divulgadores de la biología prepararon una gigantesca pista de aterrizaje para naturalización y metabolización del objetivo neoliberal.

En este contexto, científicos como Dowkins, que consideraban que los comportamientos históricos (machismo, individualismo) eran naturales, colaboraron en el asalto al alma a través de la conquista de la mente. La obra paradigmática es El gen egoísta. Simplificando, según el argumento de este afamado autor, solo somos máquinas transportadoras de genes que hacen lo que haga falta para sobrevivir. Y “lo que haga falta” es literal, porque el impulso vital es puro egoísmo: sobrevivir frente a otros genes que solo son competidores. En consecuencia, nuestro fundamento genético es el egoísmo. Pinker, otro de los divulgadores de esta visión sesgada, citará obras de autores que afirman que la violación ha sido seleccionada evolutivamente para sobrevivir porque garantiza la reproducción de los sujetos más agresivos. De forma directa, este divulgador resume su concepción de lo social muy gráficamente: “rasca el brazo de un altruista y verás correr la sangre de un egoísta”. Podemos imaginar, la sonrisa de Thatcher, para quien hacer creer que la sociedad no existía no era más que el envoltorio del programa mayor: cambiar el alma.

Este programa que naturaliza comportamientos (entre ellos, como acabamos de ver la violación sistemática de mujeres) que son más propios de los reptiles que de los mamíferos, se acompaña no solo de la ocultación de especies como los bonobos o del deliberado olvido o minusvalorización de descubrimientos como el de las neuronas espejo, sino de estrategias para argumentar desde la ciencia un “no hay alternativa” que se traslada a lo social. Así, por ejemplo, Trivers señala en el ensayo sobre la mentira que todas las explicaciones verdaderas se basan en la (especial visión que venden de la) naturaleza. Por eso, si la biología de la agresividad, la competencia, la supervivencia del “más” apto (curiosamente Darwin nunca pronunció ese “más”, sino que lo hizo Spencer, que era sociólogo, para justificar las desigualdades) las disciplinas más mentirosas son la antropología y sociología, que tratan de trascender los reduccionistas mecanismos que aplican a la naturaleza. Al individualismo, en consecuencia, añadimos unas dosis de cinismo que glosa como adaptativa la mentira… y ya queda poco para que tengamos un ser humano a medida de Johnson y Trump.

El arte de gobierno neoliberal

Si nuestra biología se sostiene desde el cuidado, curiosidad y empatía mamífera, comprendemos cómo lo que nos une como especie es la capacidad de considerar que hay un común a partir del que gestionar la conflictiva naturaleza humana que descansa precisamente en que al no ser dioses tenemos deseos infinitos en un mundo limitado. Nuestra naturaleza mamífera sentó las bases para que la conciencia permitiera que lo común tomara forma en nuestras mentes, como magistralmente demuestra el neurólogo Damasio en su obra “Self comes to mind” (traducida vergonzantemente como “El cerebro creó al hombre”), posibilitando que la política sea el motor de la mejora social en la medida en que permite que asuntos previamente considerados como privados, por ejemplo el que tu pareja no te mate, dejen de ser interpretados como domésticos (nótese que la perversión del neoliberavirus es todavía peor porque o doméstico ahora retrocede a lo “natural”), privados, para, tras asumir su origen estructural, posibilitar primero y obligar después a soluciones públicas en forma de leyes, ya no contra la violencia doméstica sino, claro, como no, contra la violencia que se visibiliza como estructural y públicamente machista o patriarcal.

La política es la búsqueda de soluciones colectivas para tratar de encontrar respuestas públicas a problemas que den respuesta a quien carezca de recursos materiales para resolverlos de forma privada (nótese que en el mundo de las desigualdades naturalizadas, la política carece de sentido). Desde esta perspectiva, la genética, el objetivo último del neoliberalismo no es imponer una ideología individualista, ni aplicar un programa económico, sino crear un nuevo arte de gobierno en el que lo público se rija por principios privados (naturalizados), mientras que el ejercicio de la política sirva solo para garantizar que nadie interfiera en la salvaje ley de la selva de los mercados, en las que aquí sí, rige la máxima sociodarwinista de la supervivencia del más fuerte, el más apto, en este caso, una soberbia y aplastante minoría que domina el mundo. Para ello, el neoliberalismo debe lograr la aquiescencia ciudadana, a través de múltiple mecanismos. En primer lugar ocultar su objetivo, confundiendo a la gente con mantras ideológicos y programas económicos que cumplen solo cuando les interesa y ayuda a su verdadero sentido: trasmutar el alma de la biología en el alma de los mercados.

Pero, el más eficaz de los instrumentos, el que pasa desapercibido, y el más peligroso de todos ellos es el que remite a la perversión de los principios de la política, que se resume en politizar lo privado (intervenir políticamente para garantizar la rentabilidad de los poderosos) en la misma medida en que se privatiza lo de público (trasladar a la ciudadanía la gestión de la vida como su responsabilidad privada).

Así, el neoliberalismo es la antítesis del liberalismo, ya que regula de forma férrea las transacciones de la economía, recurriendo tanto a la liberalización como a la regulación, a la democracia como a la dictadura, a la cultura del individuo como a la cultura de lo colectivo. Sin embargo, en el espacio que durante siglos ha sido el escenario de lo público, el arte de gobierno neoliberal privatiza las desigualdades, las diferencias, las vulnerabilidades que se analizan desprovistas de cualquier análisis político de forma que los excluidos transmutan en usuarios, el alumnado en egresados o el ciudadano en cliente. Esta privatización de lo público se alimenta de una cultura del “háztelo tu mismo”, en el que “la crisis es una oportunidad”, la resiliencia una actitud, el pensamiento positivo una religión. Y sobre todo, piensa en positivo, porque esta es la clave. Todo depende de tu actitud. De forma que si fracasas, no es por el sistema, es porque no has estado a la altura. Es tu culpa.

De esta forma, en una ficción de liberación de las ataduras de lo político, el subalterno es un empresario de sí que debe mirar al futuro con esperanza, el autónomo un emprendedor que sobrevive como Indiana Jones en la ley de la selva y el poderoso, un dadivoso ejemplo de generosidad, que destila esfuerzo y emprendimiento, que nunca se rindió, que lucho sin olvidar sus humildes orígenes, y que devuelve a la sociedad en forma de caridad una parte de los beneficios tras el éxito siendo un referente que todo el mundo espera de sí. Como el coronavirus, que parece afectar a las neuronas para inhibir los síntomas de falta de oxígeno, la ciudanía no solo considera que “todo va bien” sino que a diferencia del resto de virus, que todo el mundo sabe que es peligroso, el neoliberalismo logra que la ciudanía convertida en cliente se apropie alegremente de los males que acabaran con ellos, aplauda castigos a funcionarios, humillaciones a docentes, palos a la arrogancia de los que siempren viven bien, médicos y enfermeras, vitoree la limitación de los estados, reniegue de un política que es la única respuesta inmune a la corrosión de nuestra sociedades. A diferencia de un virus del que protegernos, el neoliberavirus logra que el débil aplauda la bajada de impuestos a la par que glosa una caridad que se convierte en referente público.

Entre tanto, en este carnaval de la confusión, la política se centra en lo suyo: trabajar para que, pase lo que pase, la economía no pare. Mientras, la vida queda en suspenso y se externaliza la responsabilidad pública al “háztelo tu mismo” privado. En consecuencia, se asume con normalidad que unos abuelos no puedan ver a sus nietos estos días, a pesar de ser jóvenes, no tener enfermedades previas, ya que “solo” desean abrazar con todas sus precauciones a sus tesoros. Se acepta que no haya abrazos con la misma naturalidad que se asume, en este sálvese quien pueda, que otros abuelos mayores, con patologías, se vean obligados a estar con sus nietos porque sus padres o madres no tienen a nadie a quien cuidarles mientras viajan apretados en el metro. Lo segundo se asume como un “no hay alternativa”. Lo primero, se sanciona públicamente como un comportamiento “irresponsable”. Pero esta irresponsabilidad es inducida, sesgada, provocada y alimentada como contraparte del arte de gobierno neoliberal. Salvar los muebles a la clase política que se pone al servicio de la economía, necesita una ciudadanía entretenida en una guerra de pobres, en una guerra de la escasez, en la que ante la ausencia de directrices para la gestión de lo común, ante la falta de mensajes claros que vayan más allá del “se responsable”, se abona el suelo fértil de la desconfianza.

La retirada de lo público

Hemos visto estos días como desde la clase política se hace aspavientos para que la economía no pare, los lehendakaris hablan de comas económicos, la política mueve ficha, con contundencia para proteger el mercado y convocar elecciones para que la rueda siga girando. Sin embargo, en relación con los cuidados, no hay movimiento. No hay medidas para reutilizar espacios vacios de coches, no hay geles, no hay mascarillas… solo un mantra, “se responsable”. De esta forma, los asuntos de salud pública se privatizan (no solo los hospitales, sino la gestión comunitaria de la salud) a través de declaraciones vagas, generales, que apelan a la responsabilidad individual y que lanzan mensajes de desconfianza a la solidaridad comunitaria. Y claro, como la política se abstrae de gobernar la vida, como la gestión de la vida se ha privatizado a individuos que se les ha adoctrinado para ver enemigos, para ver genes egoístas, para nadar en la escasez, para desconfiar del vecino, pasado el momento de los aplausos, pasado el momento de la empatía que brotó de nuestra animalidad mamífera, llega la bestia: la desconfianza, los policías de los balcones. Y el brazo de la ley con sus multas arbitrarias, que entienden de razas, de barrios, de clases sociales y que sobre todo, nunca cuestionan al poderoso (a no ser que sea tan inútil como para que le pillen en Castro). Y el pueblo aplaudiendo al Leviatán que pronto apaleará a las enfermeras que reclaman medios.

El arte de gobierno neoliberal, en definitiva, es poner la política al servicio de una gestión férrea del mercado, y en paralelo, provocar una externalización, una privatización no material, sino total, sustantiva, epistemológica… de los cuidados, entendidos en su amplio sentido, como urbanidad, como gestión de lo común, como protección a la vulnerabilidad. El estado, en lugar de lanzar bolsas de txutxes igualitarias y con normas de reparto claras en la piñata de la vida, lanza algunas migajas, para que en el reino de la escasez y la incertidumbre, la ley del mercado se convierta en la ley de la vida.

Y esta estrategia, desafortunadamente, es diseñada por unos convencidos y reproducida por miles de advenedizos creyentes de las potencialidades del “háztelo tu mismo” en la “ley de la selva”. Pero también por muchos asintomáticos, que en nombre de valores progresistas o de gobiernos de cambio no son (somos) capaces de ver que por no profesar una ideología individualista o por no asumir recortes, no implica que no estén (estemos) contaminados por la lógica que subyace al arte de gobierno neoliberal. Porque quizá podamos abstraernos de la parte de la ecuación que restringe la acción política a la defensa del mercado, pero a buen seguro, nos resulta muy difícil no reproducir en nuestras acciones, profesiones y discursos subyacentes… la creciente despolitización de lo público.

Estos días he reflexionado mucho sobre el papel de los y las docentes en esta crisis. Creo que, como asintomáticos, cuando muchos docentes progresistas se niegan (o hemos visto con recelo) la necesidad a asumir la docencia virtual, argumentando que detrás hay una estrategia de control social, de aprovechamiento y rentabilidad, en el fondo nos hemos olvidado de que si no acompañamos (presencialmente, cotidianamente, empáticamente, guiando) al alumnado, hoy más que nunca, estamos dejando en sus manos algo que es político y público: el derecho a la educación. Si nos abstraemos de nuestra responsabilidad, que es garantizar su educación (algo que no se consigue con PDF a no ser que luego se discutan, se trabajen, se destilen), estamos alimentando la lógica del “háztelo tú mismo”. Creo que, seguro que inconscientemente, estamos reproduciendo el arte de gobierno neoliberal. Cuando como estructura universitaria no establecemos ordenes claras sobre la docencia, tan claras como por ejemplo las del rendimiento académico que se mide en primas (por ejemplo los sexenios de investigación), cuando asumimos que la gestión de la educación pública quede al albur de directrices vagas, estamos alimentando el arte del gobierno neoliberal y en paralelo, estamos posibilitando que la atención, que para ser transformadora debería ser vertical (hacia el poder) pase a ser horizontal y se asiente en la falta de claridad, para acabar derivando en desconfianza. Cuando como docentes corregimos trabajos y devolvemos números (notas) sin ningún tipo de feedback, estamos alimentando el “interprétalo tú mismo”…

Cuando desde la clase política se regula el acceso a los centros de trabajo a rajatabla, pero no se amplían aceras, obligan a una gestión privada de miedos que deberían ser tratados como públicos. De esta forma, (en) el arte de gobierno neoliberal, al abstraerse (abstraernos) de la gestión, normativización y regulación de lo público para retraerse (retraernos) solo a la férrea garantía de eficacia de lo económico (o lo basado en el rendimiento, el número) cose(mos) el mundo de la economía mientras deja (y pensémoslo, dejamos) que se desvanezca la reproducción de lo común y se alimente la vida como “nido de víboras” o como hormiguero en el que se mide (nos medimos) cada gesto de los demás para ver quién es más “responsable”, no sabiendo exactamente nadie, y esta es la clave, qué es lo que hay (tenemos) que hacer.

Mamíferos contra reptiles

Ciertamente, acercándonos a nuestra biología, es constatable que tenemos mucho más que ver con los mamíferos que con los reptiles o las hormigas. Que la serpiente de los libertarios americanos que rechazan el confinamiento en nombre de su sacrosanta libertad individual, no es más que la expresión de una lógica reptiliana que no solo no tiene que ver con nuestra especie, sino que es claramente no adaptativa. De la misma forma, la distancia evolutiva que tenemos respecto de las hormigas nos aleja y advierte de las distopías en las que el individuo se convierte en engranaje de una maquinaria militarizada en la que la hormiga obrera va feliz al matadero vigilada por hormigas soldado, todo para alimentar a una reina y su cohorte de zánganos.

En estos tiempos clave, no estaría de más situarnos en la justa medida en un nuestro lugar, como especie, en un bestiario en el que hay reptiles y demás animales de sangre fría conviviendo con hormigas que se inmolan en un super-organismos. Porque mientras unas nos hablan de (y definen nuestra mente desde) distopías neoliberales y otras de distopías autoritarias, nuestra animalidad nos remite al lugar (el topos) que no podemos (ni debemos) ser tan arrogantes como para intentar trascender: el ser mamíferos que buscan “topías” del cuidado, del juego, la curiosidad y la ya aludida (y en nuestro caso, hiper-desarrollada) empatía.

El genio Carl Sagan sugirió hace años, en Los Jardines del Edén, que quizá el fin de los dinosaurios no se debió exactamente (o solo) al big bang, sino que pudo deberse a que esos grandes reptiles de sangre fría, individuales, asociales, a pesar de su ferocidad, voracidad y volumen, fueron incapaces de competir con una miríada de pequeños mamíferos de sangre caliente que empezaban a poblar, tímidamente, el planeta. Según el sueño de Sagan, estos mamíferos empáticos fueron inteligentes, para, apoyados en su sociabilidad, organizar en comunidad para alimentarse de las crías que los reptiles eran incapaces de cuidar. Según su teoría, el fin de esos dinosaurios no sería más que el resultado de la incapacidad adaptativa de unos animales poderosos, temibles, pero incompetentes para enfrentarse a unos “nadie” en el reino animal, que, por su sociabilidad, curiosidad y apoyo mutuo, se mostraron más eficaces para la supervivencia.

La lógica reptiliana neoliberal que naturaliza la sangre fría en nuestra especie, se recubre y legitima cuando necesita de otra de las antítesis de nuestra animalidad mamífera. En una antítesis a los resptiles, las hormigas  no tienen individualidad. Son un super-organismo, en el que cada parte está al servicio de la Reina. En este tipo de animalidad, que no es la nuestra, no hay hormigas revolucionarias. La colmena, como en 1984 de Orwell, está al servicio de la Big Brother. Por su parte, los reptiles, a diferencia de los mamíferos, no tienen sentido social. Se comen sus crías si tienen hambre. Su única base es el individuo. Si para las hormigas el individuo no existe, para los reptiles, es la sociedad la que no existe. No es raro que el emblema del libertarismo neoliberal sea la serpiente. Como tampoco que esté detrás de Trump, Johnson o Vox. Como tampoco es raro que todos ellos recubran la sangre fría individualista que late tras el “que sobreviva el más fuerte”, de un comunitarismo que en nombre de la nación, de un super-organismo recubierto ahora de bandera, llevan a las masas y al planeta al matadero, mientras creen estar luchando por hacer grande algo que nunca será suyo.

Es claro que no sabemos cómo será el mundo después de esta crisis. Pero si algo ha demostrado este cisne negro que puede cambiar el curso de la historia, el coronavirus, es que la lógica reptiliana neoliberal y la aquiescencia del hormiguero no es adaptativa. Esta lógica de las élites, unida  a la asunción del papel de hormigas anestesiadas por el consumo (y engañadas con una falsa diversidad para elegir, como diría Doctor Deseo, con felicidad “el color de nuestros barrotes”), nos conduce, como especie y planeta, al desastre. Porque, de la misma forma que nuestros sistemas médicos no estaban preparados para una vertiginosa extensión de la enfermedad, el planeta no está preparado para la lógica turboneoliberal.

Ciertamente, esta crisis ha mostrado el fracaso de la ideología neoliberal, haciendo evidente no solo que existe la sociedad, sino que es nuestra única tabla de salvación. Ha mostrado, en nuestras sociedades cercanas, el fracaso del programa económico neoliberal, concretado en hospitales saturados, residencias convertidas en morgues, problemas educativos, necesidades muchas veces ocultas y olvidadas que, junto con personas ninguneadas, como las cajeras o los transportistas, se han convertido en el centro de nuestra supervivencia. Ha fracasado como ideología y como modelo económico. La crisis ha abierto una ventana en nuestros balcones que recluyéndonos, nos ha mostrado como lo que somos, mamíferos que han despertado del sueño reptiliano de la individualidad neoliberal para descubrir que lo que nos hace humanos es la empatía, el cuidado y la curiosidad por lo que hay allí fuera.

Pero, cuando salgamos a fuera, si somos inteligentes, deberemos evitar que los huevos de las serpientes neoliberales eclosionen de nuevo. Y para ello, debemos reclamar, ahora más que nunca, el verdadero antídoto contra el arte de gobierno neoliberal: obligar en todas las circunstancias a poner la vida en el centro, la política en el centro de la vida. Conseguir que lo personal sea político. Recuperar el sentido del zoom politikon, la gestión política de lo público.

El que la nueva normalidad convierta nuestras sociedades en nidos de víboras desconfiadas, o en una topia asentada en los cuidados dependerá de que obliguemos a la política a hacer, precisamente, política: recuperar el control de la gestión de lo común.

* Departamento de Ciencia política y de la Administración

Universidad del País Vasco – Euskal Herriko Unibertsitea