Hemos visto estos días como desde la clase política se hace aspavientos para que la economía no pare, los lehendakaris hablan de comas económicos, la política mueve ficha, con contundencia para proteger el mercado y convocar elecciones para que la rueda siga girando. Sin embargo, en relación con los cuidados, no hay movimiento. No hay medidas para reutilizar espacios vacios de coches, no hay geles, no hay mascarillas… solo un mantra, “se responsable”. De esta forma, los asuntos de salud pública se privatizan (no solo los hospitales, sino la gestión comunitaria de la salud) a través de declaraciones vagas, generales, que apelan a la responsabilidad individual y que lanzan mensajes de desconfianza a la solidaridad comunitaria. Y claro, como la política se abstrae de gobernar la vida, como la gestión de la vida se ha privatizado a individuos que se les ha adoctrinado para ver enemigos, para ver genes egoístas, para nadar en la escasez, para desconfiar del vecino, pasado el momento de los aplausos, pasado el momento de la empatía que brotó de nuestra animalidad mamífera, llega la bestia: la desconfianza, los policías de los balcones. Y el brazo de la ley con sus multas arbitrarias, que entienden de razas, de barrios, de clases sociales y que sobre todo, nunca cuestionan al poderoso (a no ser que sea tan inútil como para que le pillen en Castro). Y el pueblo aplaudiendo al Leviatán que pronto apaleará a las enfermeras que reclaman medios.
El arte de gobierno neoliberal, en definitiva, es poner la política al servicio de una gestión férrea del mercado, y en paralelo, provocar una externalización, una privatización no material, sino total, sustantiva, epistemológica… de los cuidados, entendidos en su amplio sentido, como urbanidad, como gestión de lo común, como protección a la vulnerabilidad. El estado, en lugar de lanzar bolsas de txutxes igualitarias y con normas de reparto claras en la piñata de la vida, lanza algunas migajas, para que en el reino de la escasez y la incertidumbre, la ley del mercado se convierta en la ley de la vida.
Y esta estrategia, desafortunadamente, es diseñada por unos convencidos y reproducida por miles de advenedizos creyentes de las potencialidades del “háztelo tu mismo” en la “ley de la selva”. Pero también por muchos asintomáticos, que en nombre de valores progresistas o de gobiernos de cambio no son (somos) capaces de ver que por no profesar una ideología individualista o por no asumir recortes, no implica que no estén (estemos) contaminados por la lógica que subyace al arte de gobierno neoliberal. Porque quizá podamos abstraernos de la parte de la ecuación que restringe la acción política a la defensa del mercado, pero a buen seguro, nos resulta muy difícil no reproducir en nuestras acciones, profesiones y discursos subyacentes… la creciente despolitización de lo público.
Estos días he reflexionado mucho sobre el papel de los y las docentes en esta crisis. Creo que, como asintomáticos, cuando muchos docentes progresistas se niegan (o hemos visto con recelo) la necesidad a asumir la docencia virtual, argumentando que detrás hay una estrategia de control social, de aprovechamiento y rentabilidad, en el fondo nos hemos olvidado de que si no acompañamos (presencialmente, cotidianamente, empáticamente, guiando) al alumnado, hoy más que nunca, estamos dejando en sus manos algo que es político y público: el derecho a la educación. Si nos abstraemos de nuestra responsabilidad, que es garantizar su educación (algo que no se consigue con PDF a no ser que luego se discutan, se trabajen, se destilen), estamos alimentando la lógica del “háztelo tú mismo”. Creo que, seguro que inconscientemente, estamos reproduciendo el arte de gobierno neoliberal. Cuando como estructura universitaria no establecemos ordenes claras sobre la docencia, tan claras como por ejemplo las del rendimiento académico que se mide en primas (por ejemplo los sexenios de investigación), cuando asumimos que la gestión de la educación pública quede al albur de directrices vagas, estamos alimentando el arte del gobierno neoliberal y en paralelo, estamos posibilitando que la atención, que para ser transformadora debería ser vertical (hacia el poder) pase a ser horizontal y se asiente en la falta de claridad, para acabar derivando en desconfianza. Cuando como docentes corregimos trabajos y devolvemos números (notas) sin ningún tipo de feedback, estamos alimentando el “interprétalo tú mismo”…
Cuando desde la clase política se regula el acceso a los centros de trabajo a rajatabla, pero no se amplían aceras, obligan a una gestión privada de miedos que deberían ser tratados como públicos. De esta forma, (en) el arte de gobierno neoliberal, al abstraerse (abstraernos) de la gestión, normativización y regulación de lo público para retraerse (retraernos) solo a la férrea garantía de eficacia de lo económico (o lo basado en el rendimiento, el número) cose(mos) el mundo de la economía mientras deja (y pensémoslo, dejamos) que se desvanezca la reproducción de lo común y se alimente la vida como “nido de víboras” o como hormiguero en el que se mide (nos medimos) cada gesto de los demás para ver quién es más “responsable”, no sabiendo exactamente nadie, y esta es la clave, qué es lo que hay (tenemos) que hacer.
Mamíferos contra reptiles
Ciertamente, acercándonos a nuestra biología, es constatable que tenemos mucho más que ver con los mamíferos que con los reptiles o las hormigas. Que la serpiente de los libertarios americanos que rechazan el confinamiento en nombre de su sacrosanta libertad individual, no es más que la expresión de una lógica reptiliana que no solo no tiene que ver con nuestra especie, sino que es claramente no adaptativa. De la misma forma, la distancia evolutiva que tenemos respecto de las hormigas nos aleja y advierte de las distopías en las que el individuo se convierte en engranaje de una maquinaria militarizada en la que la hormiga obrera va feliz al matadero vigilada por hormigas soldado, todo para alimentar a una reina y su cohorte de zánganos.
En estos tiempos clave, no estaría de más situarnos en la justa medida en un nuestro lugar, como especie, en un bestiario en el que hay reptiles y demás animales de sangre fría conviviendo con hormigas que se inmolan en un super-organismos. Porque mientras unas nos hablan de (y definen nuestra mente desde) distopías neoliberales y otras de distopías autoritarias, nuestra animalidad nos remite al lugar (el topos) que no podemos (ni debemos) ser tan arrogantes como para intentar trascender: el ser mamíferos que buscan “topías” del cuidado, del juego, la curiosidad y la ya aludida (y en nuestro caso, hiper-desarrollada) empatía.
El genio Carl Sagan sugirió hace años, en Los Jardines del Edén, que quizá el fin de los dinosaurios no se debió exactamente (o solo) al big bang, sino que pudo deberse a que esos grandes reptiles de sangre fría, individuales, asociales, a pesar de su ferocidad, voracidad y volumen, fueron incapaces de competir con una miríada de pequeños mamíferos de sangre caliente que empezaban a poblar, tímidamente, el planeta. Según el sueño de Sagan, estos mamíferos empáticos fueron inteligentes, para, apoyados en su sociabilidad, organizar en comunidad para alimentarse de las crías que los reptiles eran incapaces de cuidar. Según su teoría, el fin de esos dinosaurios no sería más que el resultado de la incapacidad adaptativa de unos animales poderosos, temibles, pero incompetentes para enfrentarse a unos “nadie” en el reino animal, que, por su sociabilidad, curiosidad y apoyo mutuo, se mostraron más eficaces para la supervivencia.
La lógica reptiliana neoliberal que naturaliza la sangre fría en nuestra especie, se recubre y legitima cuando necesita de otra de las antítesis de nuestra animalidad mamífera. En una antítesis a los resptiles, las hormigas no tienen individualidad. Son un super-organismo, en el que cada parte está al servicio de la Reina. En este tipo de animalidad, que no es la nuestra, no hay hormigas revolucionarias. La colmena, como en 1984 de Orwell, está al servicio de la Big Brother. Por su parte, los reptiles, a diferencia de los mamíferos, no tienen sentido social. Se comen sus crías si tienen hambre. Su única base es el individuo. Si para las hormigas el individuo no existe, para los reptiles, es la sociedad la que no existe. No es raro que el emblema del libertarismo neoliberal sea la serpiente. Como tampoco que esté detrás de Trump, Johnson o Vox. Como tampoco es raro que todos ellos recubran la sangre fría individualista que late tras el “que sobreviva el más fuerte”, de un comunitarismo que en nombre de la nación, de un super-organismo recubierto ahora de bandera, llevan a las masas y al planeta al matadero, mientras creen estar luchando por hacer grande algo que nunca será suyo.
Es claro que no sabemos cómo será el mundo después de esta crisis. Pero si algo ha demostrado este cisne negro que puede cambiar el curso de la historia, el coronavirus, es que la lógica reptiliana neoliberal y la aquiescencia del hormiguero no es adaptativa. Esta lógica de las élites, unida a la asunción del papel de hormigas anestesiadas por el consumo (y engañadas con una falsa diversidad para elegir, como diría Doctor Deseo, con felicidad “el color de nuestros barrotes”), nos conduce, como especie y planeta, al desastre. Porque, de la misma forma que nuestros sistemas médicos no estaban preparados para una vertiginosa extensión de la enfermedad, el planeta no está preparado para la lógica turboneoliberal.
Ciertamente, esta crisis ha mostrado el fracaso de la ideología neoliberal, haciendo evidente no solo que existe la sociedad, sino que es nuestra única tabla de salvación. Ha mostrado, en nuestras sociedades cercanas, el fracaso del programa económico neoliberal, concretado en hospitales saturados, residencias convertidas en morgues, problemas educativos, necesidades muchas veces ocultas y olvidadas que, junto con personas ninguneadas, como las cajeras o los transportistas, se han convertido en el centro de nuestra supervivencia. Ha fracasado como ideología y como modelo económico. La crisis ha abierto una ventana en nuestros balcones que recluyéndonos, nos ha mostrado como lo que somos, mamíferos que han despertado del sueño reptiliano de la individualidad neoliberal para descubrir que lo que nos hace humanos es la empatía, el cuidado y la curiosidad por lo que hay allí fuera.
Pero, cuando salgamos a fuera, si somos inteligentes, deberemos evitar que los huevos de las serpientes neoliberales eclosionen de nuevo. Y para ello, debemos reclamar, ahora más que nunca, el verdadero antídoto contra el arte de gobierno neoliberal: obligar en todas las circunstancias a poner la vida en el centro, la política en el centro de la vida. Conseguir que lo personal sea político. Recuperar el sentido del zoom politikon, la gestión política de lo público.
El que la nueva normalidad convierta nuestras sociedades en nidos de víboras desconfiadas, o en una topia asentada en los cuidados dependerá de que obliguemos a la política a hacer, precisamente, política: recuperar el control de la gestión de lo común.
* Departamento de Ciencia política y de la Administración
Universidad del País Vasco – Euskal Herriko Unibertsitea