En esta forzada situación preventiva colectiva ante la devastadora pandemia designada como Covid-19 ¿cómo denominar el éxodo humano urbano para la población de Euskal Herria en tan inédita relación entre el vacío y la ciudad?
Hutsurbi. Un neologismo imaginado compuesto de dos palabras de antiguas lenguas, del euskera “Huts”, vacío, tan preconizado por Jorge Oteiza (1908-2003) y del latín “Urbi“, ciudad, y así escrito con dos tipografías diferentes, normal y cursiva, para denotar que es un vocablo forzado como la realidad que intenta expresar: la ciudad ha sido vaciada forzosamente.
Un conflicto sanitario mundial contra un implacable e invisible enemigo público que llega casi de incógnito, se expande progresiva y furiosamente donde todas las inocentes víctimas están desprevenidas e indefensas y las mortales desaparecen casi anónimamente. En realidad, raptadas por la muerte casi sin posibilidad de rescate. Personas que se van apenas solas, con pesar, sin pésame ni un tiempo debido de duelo y se cuentan numérica, estadísticamente.
Mientras, en los supervivientes acuden pensamientos y desolaciones diversas. La insólita contemplación de los lugares públicos desalojados, atrapados por el vacío, su hermana la soledad y su hermano el silencio, donde no existe vitalidad, el ocaso humano ¿es una alucinación o la única cualidad impuesta por este azote universal?
¿Virtuosismo visual virtual? El ágora urbana aparece exenta, fuera de tiempo, cercada, anestesiada, solo el espacio es apreciado en toda su realidad: dimensionalidad y diafanidad, profundidad y detalle. La calle es más larga al mirar, la plaza es solo un recinto para nada y para nadie, los puentes aislados, desvinculados de las orillas, intransitados, sin pasantes. Tampoco llueve, bendita agua que distrae aportando un fluido murmullo y un aroma de humedad.
Sitios silentes, insípidos, solo hay lugar para la desocupación en un tiempo que parece parado. La ciudad se muestra como una maqueta gigante, a una escala natural pero irreal, paisajes sin paisanos donde el sujeto humano ha desaparecido. Su abrumadora escenografía permanece expuesta a modo de cuadro hiperrealista, latente, inerte, sin asistentes, un elogio de la ausencia. Un fascinante capricho arquitectónico. El amplio paraje del desamparo pleno de nulidad, lo mismo que el silencio es salud en soledad, es tal vez un síntoma de solidaridad ordenada y obediente. La ciudadanía asiste confinada, resignada, abatida por el asedio del dolor, el cerco de la tristeza y apenada por la melodía de la melancolía.
Habitualmente la ciudad, el mayor espectáculo del mundo, contemplada como sucesión de escenarios urbanos son lugares simultáneos donde concurren actores y espectadores. Repentinamente la función ha terminado. Ahora, todos expulsados, somos observadores de sorprendentes situaciones forzadas de larga aunque caduca duración. Esta no pactada paz urbana, con la deserción y la quietud como virtud quizá conforma un fervor vacui. La calle, la plaza, espacios de relación humana son remplazados por visiones ventanales, un nuevo sistema operativo