Mi cerebro tiene una perspicacia, espero que adaptativa, “dar soluciones reconfortantes ante situaciones adversas”. Constato que es fruto de un aprendizaje ante los vaivenes que la experiencia de vivir nos ofrece. Sin embargo; todos tenemos nuestros límites y aunque la diversidad de estos forma parte de la complejidad que nos diferencia a las personas, la solución más reconfortante no pasa la criba de la incertidumbre y sucumbimos con facilidad.
La incertidumbre ha hecho saltar los resortes de lo que, en apariencia sólido, había olvidado que nada es para siempre, que estamos de paso, que ya otros, nos lo dejaron todo cuando se fueron, porque nadie se lleva nada cuando se va, y nadie se va a quedar para contar toda la historia.
Ahora nos toca más que nunca responsabilizarnos de nuestra interdependencia, dar crédito a esta evidencia. Sabemos que nos hemos endeudado con la naturaleza que también somos; con los abandonados a la injusticia, con los que aún no tuvieron la oportunidad de decidir y con quienes están por llegar. Se nos ha revelado impúdica la certidumbre de que hay que cambiar y de que es posible. Tal vez volvamos a sumergirnos en la estupidez inmovilista, en lo que ahora en formato modernizado llamamos zona de confort, y entonces dejemos pasar esta oportunidad sin reconocernos como actores y codirectores de la escena que nos ha tocado vivir.
En este nuevo “nos”, toca ya revisar el sentido de la individualidad que alimentada en el empoderamiento de la autosuficiencia, se nutre cada día del consumo de productos, tiempo, personas… y del buen aprovechamiento de todo ello, es decir cómo rentabilizarlos.
¿Cómo llegamos al “cuanto más mejor”, a la cantidad frente a la calidad? Y en todo esto ¿dónde se nos perdió la cualidad?
Ese “rasgo permanente, diferenciado, peculiar y distintivo de la esencia de una persona que contribuye, a que alguien sea lo que es y como es.”
Porque esta también está pasando a formar parte de objetos perdidos, no sólo hay especies en extinción sino que en nuestra especie se extingue lo cualitativo, la sociedad de consumo consigue generar un imaginario de igualdad invisibilizando lo inmanente e ignorando la diversidad y las desigualdades y la injusticia que provoca.
Consumo de objetos, de oxígeno, de recursos naturales, consumo sin reparto, consumo sin reflexión, sin empatía, consumo de personas, de relaciones, de cuerpos….
Esta parada de obligado cumplimiento nos permite revisar también las necesidades y deseos, en torno a las relaciones, pero las de verdad, no las que nos vendieron a crédito indefinido. En estos días, confinadas unas y separadas otras, echamos de menos muchas cosas; pero sobretodo nos hemos aferrado al “junto con otros/as”.
Y esta interdependencia imprescindible no sólo nos muestra que somos vulnerables sino que además es lo que nos vincula permitiéndonos vivir.
Y es que no somos “solos”, si somos algo es en relación, sólo así es posible la vida, aunque a veces lo banalicemos de tal manera que le quitamos el imprescindible valor que permite también disfrutarlo, sufrirlo y en definitiva dotarlo de realidad.
Y en ese “ser en relación”, somos también vulnerables al deseo erótico que nos aferra a buscarnos y a compartirnos, y que tantas veces, sobrevive al desencuentro aunque las distancias sean menores a 1,5 metros o de kilómetros.
Reconocernos en la vulnerabilidad nos hace curiosamente más resilientes, y nos lleva a parajes más amables de convivencia. No escapamos a ella sino en una suerte de alucinación que insensibilizando la mirada del dolor de lo ajeno, nos vuelve ciegos, aliviándonos con ello también de los placeres del compartirnos.
¿Cuándo y cómo llegamos a creernos que no teníamos que necesitarnos? ¿Quizás a la vez que nos negamos la posibilidad de desear algo distinto del rendimiento, o rédito final?
La sociedad de consumo nos ha cegado y tapado la boca para conformarnos con lo que hay que hacer para tener, y hemos ahogado las penas y en ellas nuestra cualidad de humanidad dependiente.