La pandemia derivada de la expansión del virus Covid-19 ha pasado ya una dura factura a la aldea global. La enfermedad ha golpeado, con distinta intensidad, en función de países y sobretodo de condiciones sociales y sanitarias, pero, sin que el balance esté ni con mucho cerrado, ya se puede decir que se ha convertido en la mayor prueba de estrés conocida de la era de la globalización.
Los modelos de gobernanza internacional establecidos a partir de la II Guerra Mundial han demostrado una dificultad manifiesta incluso para generar un marco de interpretación compartido de la urgencia sanitaria. También buena parte de los estamentos supra estatales, caso de la Unión Europea, han hecho aguas.
Con todo, sería simplista apuntar sólo a las debilidades de los modelos de gobernanza y de liderazgo que ha evidenciado la gestión sanitaria. El enorme daño generado obliga a una reflexión más profunda, y ello a establecer conexiones con la ruptura del contrato social y el vaciado de lo público, santo y seña de la globalización capitalista y de sus gestores formales.
Sirva este breve apunte para dibujar un contexto más extenso, aunque el objetivo de este borrador sea más bien enlazar con la visión más cercana de la pandemia.
La crisis sanitaria ha alterado nuestro paisaje vital, y los puentes aparentemente abiertos entre el norte y el sur del país han vuelto a sellarse redundando en la falta de sincronía que desde la llegada oficial del virus planetario ha presidido la gestión de la crisis sanitaria en Euskal Herria.
Baste recordar que, con las calles de Bilbo desiertas, en Baiona nos frotábamos las manos con el gel y depositábamos, un 15 de marzo, la papeleta para elegir a los futuros alcaldes y representantes de la Mancomunidad Vasca.
Fue un primer signo de la diglosia, aunque el factor simbólico más relevante se escenificó en las horas siguientes con la reposición de los controles permanentes en los pasos de frontera.
Los dos estados que regentan el doble modelo de alerta sanitaria que rige actualmente en el país daban, un mes más tarde, un golpe más, cara a imponer, no sabemos por cuanto tiempo, una frontera «de las de antes», y por tanto de las que no han conocido las generaciones más jóvenes.
El cierre de la mayoría de nuestros pasos interiores se decretó el 11 de abril, víspera de Aberri Eguna. La medida se adoptó un mes más tarde del inicio del confinamiento. Sin explicación sanitaria posible, el recurso fue la optimización de los dispositivos policiales.
Desde esa fecha, con los parapetos cubriendo los pasos y los uniformados desplegados en la línea de la muga, las vivencias de la pandemia se desgranan en términos diferentes se viva en Zugarramurdi o en Ainhoa, en Arnegi o Urepel, en Urruña o en Irun.
La pluma de un retornado reciente, Alfonso Etxegarai, trazó una línea imaginaria entre un éxodo forzoso de vascos en el contexto de la Revolución francesa y la versión más moderna de la deportación impuesta por París ( “Regresar a Sara”, editorial “Txalaparta”, 1995).
Lejos queda aquel 3 de marzo de 1794 en que el castigo colectivo llevó a expulsar de sus casas a los vecinos de Sara, pero también de Itsasu, Zuraide, Azkaine o Kanbo en dirección a Landas, para que entretanto la grafía francesa se impusiera a la nomenclatura en euskara de esos pueblos vascos.
Pero, esta pandemia en que la salud de los vascos del norte de los Pirineos se ha gestionado desde los parámetros más estrictos del jacobinismo que hunde sus raíces en episodios infaustos como el citado, ha dejado ya un primer legado a los jóvenes de Sara: el de ver como una localidad que comparte 25 kilómetros de línea con Nafarroa Garaia ha quedado aislada de su entorno natural.
Ni aquel éxodo con mayúsculas figura como eje principal de relato sobre la entonces embrionaria República francesa, ni, evidentemente, el episodio menor del cierre de algunos pasos de muga ocupará un lugar destacado en el acta vasca de la pandemia. No obstante, la narrativa de esta crisis debería permitirnos en algún momento integrar todos los pliegues del país.
A ambos lados del Bidasoa, el centralismo que se ha impuesto en la gestión de la alerta sanitaria nos ha igualado, en cierta medida, a pesar de que, a priori, el mayor grado de institucionalización en los dos espacios administrativos del sur del país debían habernos protegido mejor de la embestida.
Factores como los grados de urbanización, los modelos de movilidad y la densidad de población nos permitirán, una vez digerida y organizada la información, hacer balance. En todo caso, como apunte previo, abogaría por tener en cuenta desde el principio toda la cartografía de país.
Ya sé que, en esta etapa, ese ejercicio de introspección puede parecer un lujo sólo al alcance de quienes no dedican toda su energía a recuperar la salud cuando no a llorar a los suyos.
Con todo, también por los que se han ido, parece imprescindible encarar esa proyección futura, y hacerlo a pesar del reproche de quienes, por tener casi todos los resquicios del poder, hace tiempo que pusieron rumbo a sus intereses.
Los estados y gobiernos que han aplicado los principios de la desregulación que guían al capitalismo globalizado hacen hoy apostasía, y se prodigan en promover medidas -algunas reales, otras meramente discursivas- dirigidas a remarcar el principio de soberanía.
Si esas proposiciones se dan en la escala estatal, y aunque no fuera así, no debería causar rubor relanzar el debate de marcos de decisión, y a ser posible sin tener «una mano atada a la espalda».
El carácter fundacional que desde algunas tribunas se atribuye a la inédita situación a la que nos ha abocado esa crisis, en origen sanitaria, pero que nos remite al agotamiento de un sistema que dilapida vidas y recursos naturales, parece hacer recomendable un chequeo completo, para tratar de determinar los mecanismos de que disponemos para avanzar en el proyecto de vertebrar nuestra nación, ejercitar nuestros derechos como pueblo e institucionalizarnos como república.
La ofensiva lanzada por dos estados, uno oficialmente de corte autonómico, y otro extremadamente centralista, para ningunear a las instituciones más cercanas a la ciudadanía, avalan definitivamente la urgencia de ese diagnóstico compartido, que además puede servir de instrumento de cohesión social, porque tiene opciones de ser escuchado por amplias capas de la ciudadanía.
La modernización liberal
La victoria en las elecciones presidenciales y luego legislativas de 2017 llevó a un hombre sin partido a gobernar en París. Esa ascensión fulgurante, sobre las cenizas del modelo partidario en que derivó la última crisis financiera, situó el haz de luz sobre la modernización del Estado.
Aunque es cierto que la hemeroteca reciente puede hacer estragos con no pocos líderes, la defensa persistente por Emmanuel Macron de la «inmunidad comunitaria» como mecanismo más efectivo para surfear la ola de contagios, en la versión «made in France» del darwinismo desalmado de Boris Johnson, resta solvencia al mandatario al que se proyectó como el rescatador del europeísmo.
Macron no atisbó el aterrizaje hexagonal de la crisis que tuvo su primer gran foco en la provincia china de Hubei ni siquiera cuando ésta comenzó a asolar Lombardía. Tampoco escuchó la «voz interior»: desatendió la alarma que se encendía en Alsacia y no se dignó a responder a las advertencias del Gobierno de mayoría nacionalista de Corsica.
La isla mediterránea dista en dos horas de Italia, pero el de París fue el último gobierno en aplicar restricciones en los desplazamientos entre la isla y el vecino país, lo que llevó al gobierno insular a elevar denuncia ante la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Conforme se fue agravando la crisis, fue tomando cuerpo un mando centralizado que se prodiga en anuncios que luego se matizan o directamente se desmienten pasadas unas horas, mientras el control parlamentario languidece y el sistema judicial se ve avasallado por el aparato administrativo.
La cadena de transmisión
La deriva autocrática salta a la vista en un Estado en el que los discursos del presidente construyen la narrativa oficial de la crisis. La nueva normalidad incorpora modelos catódicos hasta hace poco considerados prueba irrefutable de la ausencia de democracia.
El centralismo uniformizador ha tenido su impacto en el organigrama institucional. El tridente Estado-Región-Departamento se ha impuesto. El primero ordena, los otros dos se disputan por ejercer de correa de transmisión preferencial.
La única entidad institucional que representan a los tres territorios del norte vasco, la Mancomunidad Vasca, ha quedado más bien en un segundo plano.
Por más que su papel en la crisis haya sido clave para garantizar la continuidad de los servicios públicos, o que a día de hoy dinamice las relaciones con el tejido productivo con vistas a sortear la deficiencias ligadas a la lógica de las importaciones y al lento reparto radial de materiales esenciales -máscaras y test- que se impone desde París.
Reconocimiento de errores
El reconocimiento de los errores cometidos, aunque sin asignaciones de responsabilidades, marcó el discurso presidencial del 13 de abril en el que, además de anunciar una desescalada progresiva a partir del 11 de mayo, Macron lanzó una invitación a «reinventar» la vida social e institucional.
A las puertas de esa nueva fase, que se anuncia abrupta, dadas las tentaciones evidentes de convertir el estado de excepción en la nueva normalidad y de paso persistir, con pequeños retoques, en un modelo económico que recoge beneficios y compensa pérdidas siempre a costa del bienestar de la mayoría de la sociedad, las garantías más firmes emanan de lo más cercano.
Concretamente de una recuperación sostenida de las defensas comunitarias, de una nueva orientación de las prioridades y de un replanteamiento de los medios, empezando por los públicos.
Esa perspectiva cooperativa puede ayudarnos a afrontar el síndrome postraumático y, en una perspectiva más larga, cimentar un nuevo modelo de cuidados, en el plano humano, y de intercambios, en el territorial, que, superando líneas invisibles, haga aflorar a la comunidad vasca.