Aunque vivimos tiempos con una desmesurada tendencia a lo superlativo y consideramos que todo cuanto sucede, al menos en esta parte del mundo a la que pertenece Euskalerria, es un fenómeno histórico, el acontecimiento pandemia constituye, sin duda, un momento crítico para las sociedades mundiales y, al mismo tiempo, una irrupción de la pregunta sobre nuestro modo de vida. La mirada con la que, a partir de ahora, vemos e interpretamos la realidad se está transformando.
Esta pregunta sobre el modo de vida capitalista y urbanita no es nueva. Durante los momentos posteriores a la crisis financiera de 2008 fueron muchos los análisis y las voces que hablaron de la necesidad de refundar el capitalismo o de limitar los poderes de los entes financieros. Sin embargo, la extensión en forma de pandemia del virus de la COVID-19 plantea algo sustancialmente distinto, ya que viene a hacer de nuestra condición biológica (y del marco securitario construído en torno a ella) el elemento fundamental del debate y de la reflexión que nos provoca. La pandemia revela ocultaciones y ficciones aceptadas sobre las consecuencias de nuestro modo de vida y deja al descubierto el hecho biológico puro: nuestros cuerpos sometidos al riesgo y a la realidad de la enfermedad y de la muerte en la cotidianidad más insulsa, el puro devenir de la naturaleza.
Esta detención del existir cotidiano y de la normalidad, ese momento en que tomamos conciencia colectiva de nuestra esencial vulnerabilidad, del dolor de la pérdida y del miedo a lo desconocido, nos ofrecen la posibilidad de pensarnos de un modo distinto, aunque sea de forma provisional. El acontecimiento pandemia inaugura una temporalidad distinta y una percepción diferente. Un momentun que inicia un tiempo indeterminado, en el que la pausa nos devuelve nuestra imagen especular de forma cruda y sin adornos.
Esta emergencia de lo reprimido es, obviamente, temporal. La tan anhelada normalidad, que un virus ha venido a cuestionar, aparece como un objeto de deseo. ¿Pero deseo de qué? Porque desear la normatividad es, en este caso, deseo de norma, de retomar el movimiento allí donde se detuvo, en la mecánica de pautas y ritmos de cuerpos disciplinados. Es decir, de reiniciar el pacto social, por muy maltrecho que estuviera, como el menor de los males. Volver a relegar la gestión de la vida en común a las llamadas personas expertas y a los poderes que nos dirigen (desde las instituciones vascas a Google) en pago por garantizar un modo de vida que creemos basado en méritos y, sobre todo, universalizable al resto del planeta.
¿Es esto todo? Difícil saberlo, seguro que no ¿Se ha tomado conciencia en esta crisis de que la aceleración de nuestras vidas, la emergencia climática y la insolidaridad de nuestro modo de vida son absolutamente insostenibles? ¿Hay algo que podamos entender como reflexión común? ¿Están produciendo la emergencia y el confinamiento certezas políticas emancipadoras?
En el momento en que se declara la emergencia (estado de excepción) y se encierra a la ciudadanía en el ámbito doméstico, la comunidad política queda suspendida, desvanecida, hibernada. Es desalojada de los lugares públicos y confinada en el mundo de la vida privada que, significativamente, adquiere una dimensión política reveladora. Sin cuerpos en contacto, sin calles que transitar, sin diálogos que establecer y sin luchas que practicar la sociedad desmaterializada se muda de forma masiva al espacio digital.
El ciberespacio en su constitución contemporánea es un no lugar, una red de datos e información en el que cada vez más interacciones tienen lugar. El confinamiento ha forzado una migración y ocupación masiva del mundo digital sin precedente histórico. La separación física y la desmaterialización de los cuerpos hacen de la abstracción la seña de identidad de las relaciones sociales digitales. Lo que se soñó, en sus comienzos, como un ágora para la aldea global se ha convertido en un espacio que es, por su propia condición, disgregador y cacofónico. Y donde, por otra parte, se perpetúan las diferencias sociales y el sistema de dominación. El hecho de que hayan sido los aplausos desde balcones y ventanas el hilo material que ha sostenido a la comunidad en esta particular suspensión de sus funciones representa esa necesidad antropológica de contacto que es fundadora de la sociedad de los humanos. Un contacto que la realidad digital no puede, al menos por ahora, sustituir de forma permanente.
Es cierto que en este encierro también se han producido acciones en las que la sociedad ha sido capaz de sobreponerse a la férrea imposición del gobierno de los cuerpos en el estado de excepción. Ejemplos como las grupos vecinales de ayuda o las redes de conocimiento generadas para poner en marcha la educación online son muestras de que las tramas y las relaciones sociales en el ciberespacio tienen una potencia política a explorar. Una potencialidad que revela, por otra parte, los elementos disgregadores del vínculo social que produce la actual estructura de poder y el funcionamiento de los entornos digitales: pérdida de soberanías individuales y colectivas. El estado de excepción pandémico genera el caldo de cultivo ideológico que puede favorecer que una parte importante de las comunidades políticas que nos conforman acepte ceder soberanía a cambio de más seguridad (biológica).
Euskal Herria, en tanto que comunidad política imaginada, es una sociedad plural conformada (como su correlato material imprescindible) por comunidades y asociaciones de personas que establecen vínculos diversos y que constituyen los ejes de identificación, compromiso o emocionalidad en sus procesos vitales. El barrio, la familia, la cuadrilla, las compañeras del trabajo, del euskaltegi, las vecinas, la asamblea, el sindicato, etc. Las identidades que nos hacen sentir parte de la comunidad imaginada se generan en la materialidad de estas interacciones comunitarias. Es decir, en el encuentro, en la cercanía y, no olvidemos, en el conflicto que generan y negocian de forma permanente. A la sociabilidad implícita a nuestra condición hay que añadir la espacialidad inherente a nuestro estar en el mundo, que produce todas las formas del habitar en común.
La pérdida general de soberanía que han padecido las comunidades políticas a lo largo de estos últimos años de neoliberalismo en todo el planeta es consecuencia de transformaciones y mutaciones generadas por el capitalismo global y sus expresiones espaciales. La privatización de la naturaleza y de la vida misma son la concreción del inexorable mecanismo que tiende a acumular riqueza y patrimonio en pocas manos por medio de la capitalización de un cada vez mayor número de actividades humanas. La lógica del beneficio penetra los cuerpos, privatiza los lugares y vacía de significado el concepto de democracia por medio del ejercicio de un poder cada vez más íntimo e invisible.
En clara confrontación han surgido en la sociedad civil organizada movimientos políticos que ponen el acento en la cuestión de las soberanías en peligro y en la emergencia climática. En algunos casos, nuevas comunidades de activistas han tomado las calles y llevado a la agenda aquellas contradicciones que la pandemia, ahora, hace visibles para una gran mayoría. Entre estos movimientos políticos el feminismo es, sin duda, el que representa la respuesta más articulada y radical, en tanto que denuncia el fundamento patriarcal de este mecanismo global productivista y ofrece un horizonte de emancipación centrado en la soberanía de los cuerpos, los cuidados, las comunidades y el planeta en su conjunto. El urbanismo feminista, por su parte, con sus propuestas para la ciudad y los territorios urbanos, nos ofrece la mirada y las soluciones para un modelo de ciudad basado en los cuidados compartidos y que haga de la vida de las personas el fundamento para los diseños y cambios urbanos.
La agenda del miedo instalada por medios y representantes políticos trata de minar, en estos momentos de zozobra, la capacidad de observar lo que acontece de forma común, sosegada y compartida; de pensar como comunidad cómo vamos a vivir a partir de ahora y qué es lo que queremos hacer. Hay muchos intereses puestos en recuperar la normalidad perdida, como si alguna vez la llamada normalidad no hubiese sido más que un espejismo que oculta la cruda realidad: que los límites de la explotación, de las desigualdades y del modelo productivo indican que es insostenible seguir viviendo así. Es obvio que como comunidad necesitamos, frente a todas las incertidumbres señaladas, respuestas e iniciativas políticas.
La política vasca ha fracasado en esta crisis ante el emplazamiento a ofrecer una respuesta política. No ha sido capaz de articular una provisionalidad común a partir de las certezas compartidas por la ciudadanía, algo que nos permitiera volver a creer en la posibilidad de la política misma. Ha permanecido gustosa en su autorreferencialidad permanente, orientada al mercado comunicativo de mensajes políticos. En contraste con una sociedad que ha trabajado, en las circunstancias más difíciles, para hacer frente a la emergencia sanitaria y al confinamiento, incluso contra erradas decisiones políticas, la clase política vasca ha transitado caminos trillados por el paradigma dominante. Gestión técnico-biológica de la población por parte de los gobiernos y crítica estereotipada por parte de las oposiciones.
En síntesis, lo que la pandemia y sus efectos inmediatos están provocando en Euskalerria es incertidumbre, por una parte, y falta de iniciativa política, por otra. La sociedad civil ensaya modos y maneras del pensarse y del actuar en este mundo que parece nuevo a la espera del momento en que recuperemos las condiciones para el hacer común. No hay, por ahora, razones para el optimismo en lo que se refiere a los gestores gubernamentales de lo público, por las razones que hemos señalado. Las prisas por recuperar la actividad económica y productiva, como si la pandemia fuera solo una extraña pausa y no un acontecimiento transformador, nos señalan con claridad cuáles son las prioridades de nuestros gobernantes y, lo que parece más triste, indican su apuesta decidida por un sistema cuyas miserias e inercias criminales ha puesto en evidencia el virus de la COVID-19.
Hace ya un tiempo que el gobierno de los cuerpos no es sólo una cuestión de gestión biológica de los mismos ni algo que esté encomendado en exclusiva a los poderes públicos. El poder invisible pero eficaz de las corporaciones multinacionales y el modo de vida basado en el consumo (de mercancías y, también, de los propios cuerpos) son la condición y razón del sistema económico dominante. Hablábamos antes sobre la importante pérdida de soberanía colectiva que ello implica, en un proceso acelerado en el que los avances tecnológicos parecen aproximarnos cada día un poco más a ese horizonte social (¿distópico?) que retrata la serie Black Mirror. Una sociedad en la que la distinción entre el adentro sofisticado (cuerpo y dispositivos tecnológicos en fusión progresiva) y el afuera salvaje (cuerpos disidentes sin poder tecnológico) se sostiene por mecanismos que penetran y gobiernan corporalidades dichosas o desgraciadas.
En esta crisis ha habido un primer momento de pausa que nos ha permitido algo que parecía inimaginable: detenernos. Esta pausa tiene el efecto de un desvelamiento, puesto que nos sitúa frente al espejo de nuestra civilización y nos regala un tiempo anormal para contemplar lo que allí se ve. Es difícil saber, en este instante, lo que esta experiencia colectiva significará en el futuro, pero podemos afirmar que las transformaciones que se avecinan parten de las condiciones materiales que describimos acerca del gobierno de los cuerpos y la construcción de identidades estandarizadas.
Cabe, por tanto, situar el debate sobre la transformación en su contexto político propio y, volviendo a Euskalherria, en torno al modo y maneras en que la comunidad puede producir alternativas practicadas frente al previsible intento de reinicio que ya se ha puesto en marcha bajo el eslogan de “nueva normalidad”. Una nueva normalidad articulada en torno a la idea de la distancia social y cuyo objetivo principal es recuperar cuanto antes el ritmo productivo (y vital) sin introducir ningún cambio estructural en el sistema productivo.
Si el confinamiento ha producido una reflexión compartida en torno a estas alternativas que mencionamos, necesitaremos, al menos, tiempo y voluntad para llevarlas a la práctica. En Euskalerria contamos con una sociedad civil organizada que, como comentábamos, es protagonista de luchas recientes que han producido transformaciones en favor de la mayoría social. Su agenda reivindicativa, especialmente la del movimiento feminista, cobra ahora una mayor pertinencia en su entrecruzamiento con los malestares provocados por la pandemia.
Para que el acontecimiento pandemia produzca una potencia transformadora y emancipadora en el tiempo que sigue a la excepción entendemos que reflexionar de forma cooperativa puede empezar con algunas certezas, por muy frágiles que éstas sean. En las líneas anteriores hemos tratado de alumbrar algunas pocas, que ordenamos como conclusión:
Primero: los cuidados y, por tanto, el cuerpo (social, individual, biológico, sujetado, disidente) constituyen la cuestión política fundamental de nuestro tiempo.
Segundo: hay que pensar, por tanto, en otro modelo de vida urbana y de ciudad. Y esto incluye pensar en el olvido de lo rural. La cuestión urbana vasca demanda pensar desde la escala local (el barrio, el pueblo) políticas que faciliten la movilidad no contaminante, la cercanía del comercio y los servicios sociales, calles y lugares para todas las personas y para todas las actividades, así como redes comunitarias de apoyo mutuo, entre otras muchas cosas.
Tercero: deberíamos ser capaces de hacer frente a la lógica terrible de la aceleración de la vida. Si algo nos ha ofrecido, en el contexto de una tragedia colectiva, la pausa a la que nos hemos visto forzados es la sensación de que vivir una vida orientada al consumo de mercancías, territorios, experiencias y cuerpos (propios y ajenos) no tiene sentido. Necesitamos ser dueñas de nuestras vidas para ser, además, solidarias con las de los demás.
Cuarto: la inmunidad era (y es) una ficción peligrosa. Una ficción cuyos usos políticos interesados han terminado poniendo en riesgo nuestro sistema de protección social. La alternativa no es, sin embargo, vivir a partir de ahora en el miedo o la paranoia, sino entender que el único escudo que tenemos contra nuestra vulnerabilidad es la comunidad, lo común. Y ese patrimonio no puede seguir siendo privatizado ni precarizado.
Quinto: la emergencia climática es un riesgo inasumible. Lo era antes de esta pandemia y lo seguirá siendo. Esta experiencia de la excepcionalidad nos ayuda a interiorizar la importancia de exigir y de luchar por políticas que planteen soluciones, así como a comprender que son nuestros cuerpos (biológicos y políticos) los que están comprometidos en estas luchas por recuperar para el ahora y para el mañana las soberanías que nos han sido expropiadas las últimas décadas.